lunes, 30 de agosto de 2010

Déjà vu

Prometí en la parte final del sueño que protagonicé esa noche le contaría a Alejandro los detalles del relato onírico. Estaba desesperada por abrir los ojos, compartirle el trauma por un mensajito, pero cuando desperté me descubrí balbuceando. Me distraje y se me olvidó qué soñé. Sumergida en baba, el lado derecho de la cara se pegó a la funda. La mejilla era un mapa en relieve, la almohada una extensión de mi cabeza o ¿yo era una extensión de la almohada? La cama, las sábanas, los calcetines sin pies, acompañaban a Niño, el perro que ladra a la menor provocación y orina sobre cualquier superficie, por ejemplo en mi ropa, como protesta porque no lo saco a pasear.
Dormí sola. Alejandro se había ido a El Paso, Texas; a ver sus padres. Su lado de cama tampoco sobrevivió. Todo estaba hecho bola. Saqué mi cabeza de la pieza amorfa y respiré. Busqué en el techo algún dato que me remitiera a la historia. Nada. Ya no tenía pretexto para escribirle. No le iba a decir “¡Hey! ¿Sabes adónde se van los sueños olvidados? ¿Algún lugar que conozcas del inconsciente para presentar quejas y reclamaciones? ¿Habrá manera de conectarnos algún día en el mismo sueño?”. Deseché la opción de compartir el sueño. Mejor prendí la tele. La noche anterior había dejado una película en el DVD que sólo me arrulló. Ahora estaba consciente y dispuesta a verla por completo. The reader. Una pasión secreta. Kate Winslet ganó un Oscar por su actuación. Los melodramas que involucran a prisioneros me hacen llorar. En éste, un hombre lee en voz alta textos clásicos de la literatura y los graba en casetes (La Odisea de Homero o La dama y el perrito de Chejov). Los envía al amor de su vida, una presa analfabeta que fue sentenciada a cadena perpetua por ser responsable de algunas muertes en la segunda guerra mundial. Era guardía de las SS. Sólo hacía su trabajo. Mis lágrimas como los ladridos de Niño, buscan cauce, son ruidosas. Para desprenderme de la tristeza por efecto de la película, planeaba salir a los cajones de estacionamiento y rescatar la bicicleta de Alejandro. Montada visitaría los setenta y dos puntos recomendados por la actividad "Corredor cultural Condesa-Roma" en su cuarta edición. Galerías de diseño, arte contemporáneo, librerías, cafés, bares. El ambiente que me gusta. Pero el timbre de casa me advertía de una visita: ¡el bolero! Venía a lustrar los zapatos de Alejandro y de paso los míos. Doña Amalia también llegó, amablemente paseó por la acera a Niño y a Simone, la perra de la casa. Tuve que presionar. Terminaron sus ocupaciones en el departamento y salimos. En un rincón del sótano estaba la bicicleta abandonada, con sus tubos rojos empolvados, la cadena grasosa, las llantas desinfladas. Decidí acercarme, hacerme cargo de ella, descifré la clave del candado y la llevé a la gasolinera, la despachadora me ayudó a levantarla. Pedaleé y recordé que mi sueño tenía relación con ese instante. Dimos una vuelta rápida para probarla. Funcionaba perfecto. Frenaba. Me temblaban las piernas porque volví a la infancia. Qué felicidad dominar el equilibrio. Pero tuve que regresar la bicicleta a su rincón. No la pude llevar conmigo porque significaba un problema. Cambié por error la combinación del candado y quedó sin protección. Temí que me la robaran. Mejor opté por acercarme a uno de los módulos de Eco Bici. El sistema de transporte individual. Llené las formas, pagué la cuota de trescientos pesos anuales y desde ese momento ya utilizo el vehículo ecológico y práctico de la Ciudad de México. De los setenta y dos puntos para visitar del "Corredor cultural Condesa-Roma" sólo cubrí tres. Una tormenta detuvo mi recorrido. Las gotas me arruinaron el maquillaje. Quedó atrás la galería del rock de Fernando Aceves, la de arte urbano y noventero donde compré una playera gris de estampado sobre la ciencia y la tecnología; dos seres futuristas con cerebro de computadora se comunican por cables y controles de video juego. Esa imagen me sonó a mi sueño, pero no lo tengo claro. Me metí a la biblioteca en la plaza México. Aunque no encontré el cuento La flor amarilla de Julio Cortázar. Me senté un rato a leer a Gabriel Zaid, Instrucciones para leer en bicicleta. No me percaté si me enfrenté a un libro de cuentos o a un compendio de ensayos. No mantuvo mi atención. La angustia de no encontrar algunas claves para recordar mi sueño con claridad me desesperaron. Huí. Me refugié en mi cantina favorita El Centenario que atiende desde 1928. Canté con don Pedro Velázquez, artista callejero con cataratas. Y recordé que mi sueño tenía relación con la canción Puñalada trapera, los seres futuristas, el recorrido en bicicleta por la colonia y el estado de soledad.

Brenda Margarita Macías Sánchez
Venedrac
www.armariodelosplaceres.blogspot.com
30 de agosto de 2010

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